Estoy mirando a un hombre sentado al otro
extremo del bar.
Está solo.
Revisa su celular aproximadamente cada
minuto y treinta segundos. Luego lo
devuelve a su bolsillo con un gesto que dice: “no voy a mirar más. Igual vibra si me escriben.” Minuto treinta después, la mano al
bolsillo. Inconscientemente.
Clic.
Prende. Mira. Clic.
Apaga. Gesto. Bolsillo.
Me acuerdo de esa etapa del amor. Cuando es el principio. Cuando no hay seguridad. Cuando todo está por descubrirse. Cuando uno aún no sabe si ella también quiere
descubrirlo. Y uno se hace el
fuerte. “Ella dijo que me escribía. Que no se me note el hambre.”
Clic. Prende. Mira. Clic. Apaga. Gesto.
Bolsillo.
Cuando empecé a salir contigo apenas
había comprado mi segundo celular.
Existían los mensajes de texto pero no los utilizábamos por caros. Nos llamábamos desde el teléfono de la
casa. Nos escribíamos correos
electrónicos. A veces cuando no
aparecías yo levantaba el auricular del teléfono de vez en cuando para
asegurarme de que no se hubiera cortado la línea. Con el mismo gesto.
Clic. Prende. Mira. Clic. Apaga. Gesto.
Bolsillo.
Entre cada revisada habla con el
barman. Son amigos, o al menos
conocidos. Si el barman está ocupado,
mira el televisor que hay encima de las filas de botellas y vasos en la
pared. Estoy seguro que si le preguntaran
el nombre del programa no sabría decirlo.
Su mente está en otro lugar. Su
mente está con ella.
Clic. Prende. Mira. Clic. Apaga. Gesto.
Bolsillo.
Esta vez, pasan cuarenta y cinco segundos. Se medio asusta el tipo, y puedo ver la
pantalla iluminarse a través de su bolsillo.
Casi se le cae el celular del afán.
Clic. Prende. Mira.
Sonríe.
Esa sonrisa que no puede evitarse.
Esa sonrisa involuntaria que es una mezcla de alivio, nervios y
felicidad pura.
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